Opinión  Ciencia y tecnología 

Lluvia de aerolitos

El flanco flácido de la arquitectura

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Lluvia de aerolitos

El flanco flácido de la arquitectura

Luis Fernández-Galiano 
26/02/2000


El futuro es amorfo. Si hemos de creer a los arquitectos de la última generación, las construcciones que vienen pertenecen a los dominios informes de la naturaleza: a la geología, pero no en su versión ordenada y cristalográfica, sino a su costado abrupto de rocalla y aerolito; a la botánica, pero no en su manifestación geométrica y floral, sino a su expresión subterránea de tubérculo y rizoma; y a la zoología, pero no en sus conchas logarítmicas en sus esqueletos simétricos, sino en sus amebas azarosas o en sus vísceras laberínticas. Además de las máquinas, los maestros modernos admiraban todo lo que en el universo revela una ley matemática: las órbitas elípticas de los planetas y la estructura hexagonal de la nieve, la hélice impecable de la piña y la espiral exacta del caracol. En contraste, los nuevos arquitectos abominan de Newton y se adhieren a Freud, eligiendo el borboteo de los flujos magmáticos, adoptando las formas fláccidas de la fruta demasiado madura y explorando los conductos sinuosos de las grutas orgánicas. Espongiarias o embriológicas, esta explosión cámbrica de formas invertebradas e intumescentes proviene, desde luego, de un futurismo naïf a medio camino entre Barbarella y Alien; pero proviene aún más de la caprichosa versatilidad del dibujo asistido por ordenador, que ha sido el auténtico partero de esta proliferación amorfológica. 

Diseñadas por Jakob y MacFarlane y construidas en unos astilleros, las cáscaras de aluminio del nuevo restaurante del Centro Pompidou son fruto de la más reciente cosecha arquitectónica de bultos y burbujas.

Hoy, desde luego, los signos astrales son propicios para las patatas. Tras el pedrisco de aerolitos sufrido por la Península Ibérica, que ha llenado de tubérculos de hielo las neveras del Instituto Nacional de Meteorología y del Consejo de Investigaciones Científicas, el día de San Valentín ha visto el éxito de la sonda espacial Near en su cita amorosa con el asteroide Eros, una patata pétrea del tamaño de la isla de La Gomera. Esta conjunción de signos anima a pensar que el tiempo está maduro para la promoción planetaria de los tubérculos artísticos que proliferaron en los informales años cincuenta, de las esculturas de Arp y Miró a las arquitecturas de Kiesler y Bloc. Ahora representada con la infinita meticulosidad y la pulcra verosimilitud del ordenador, esta cosecha coral de bultos habitables forma el flanco fláccido de la arquitectura contemporánea, y hasta la fecha ha mostrado más aptitudes mediáticas que virtudes nutritivas. Pero quizá nadie ha pensado seriamente en estos tubérculos como alternativas alimenticias, y su papel sea más bien el de suscitar sonrisas.

Hace treinta años, con el Centro Pompidou, Renzo Piano y Richard Rogers predijeron un futuro distinto. El porvenir sería de las máquinas alegres, y en sus escenarios coloristas se alumbraría una cultura lúdica y amable. Hoy, al reabrir el centro tras una profunda remodelación que ha costado más de 15.000 millones de pesetas, entre los grandes tubos y cerchas metálicas del viejo Pompidou fabril asoman los bultos informes de la nueva arquitectura alabeada. Aunque Piano y Rogers se han ocupado del conjunto del proyecto —alterado significativamente por la dirección del centro con la introducción de escaleras mecánicas y ascensores en el interior del edificio, que interrumpen las plantas diáfanas y han permitido la impopular decisión de hacer de pago el tránsito por las famosas escaleras panorámicas de la fachada—, el restaurante del piso superior se encomendó a Dominique Jakob y Brendan MacFarlane; para diferenciarlo del resto del edificio, estos dos jóvenes arquitectos de París construyeron en los astilleros de La Rochelle una colección de cáscaras tuberculosas de aluminio que albergan cocinas, aseos, guardarropas y reservados, y que emergen en el corazón de la máquina como un tumor o un fantasma. Por apropiada coincidencia, Jakob y MacFarlane tienen hoy 33 y 37 años, exactamente las edades de sus antecesores Piano y Rogers cuando proyectaron el Pompidou, así que resulta legítimo asociar la sucesión generacional a la mutación estilística.

El dibujo asistido por ordenador ha sido el partero de esta nueva generación de propuestas informes, muy pocas de las cuales llegan a hacerse realidad como la del restaurante del Centro Pompidou (abajo).

Más abajo, proyectos de un museo tecnológico y de una casa embriológica, de los norteamericanos Asymptote y Greg Lynn; y abajo, Pabellón del Agua, construido por el estudio holandés NOX.

En las mismas fechas en que el Pompidou volvía a abrir sus puertas, la revista norteamericana Architectural Record publicaba su número del milenio, con proyectos para el siglo XXI expresamente encargados a nueve jóvenes oficinas de los Estados Unidos, y una cosecha formal singularmente semejante a los rizomas bulbosos del restaurante parisino: inflorescencias celulares, vísceras abultadas y babosas metálicas saludadas con gran entusiasmo por los editores, que encuentran en la imagen electrónica la semilla de una revolución creativa digital capaz de colonizar el continente de la arquitectura con un expresionismo neobarroco y biomórfico, «rivalizando en audacia experimental con Borromini y Mendelsohn» para diseñar «un megamundo de alto voltaje». Por desgracia, la mayor parte de los autores (Greg Lynn, Michael Sorkin, Kolatan/Mac Donald, Reiser y Umemoto, o el dúo Asymptote, formado por Hani Raschid y Lise Anne Couture) tienen en común con sus equivalentes europeos (mayoritariamente holandeses, del NOX de Lars Spuybroek a Kas Oosterhuis, y tan aficionados al uso recreativo del ordenador como sus colegas norteamericanos) el apenas haber tenido ocasión de llevar sus ideas a la práctica, más allá del ocasional pabellón de exposiciones, el interiorismo de arte y ensayo o la pequeña construcción testimonial, de manera que por ahora parece difícil evaluar el resultado último de su aportación.

El movimiento moderno, desde luego, comenzó de manera similarmente precaria, así que parecería aventurado negar todo futuro a estas formas extravagantes, generadas en las pantallas de ordenador como gérmenes virtuales de una inesperada mutación espacial, y que los arquitectos educados en la severa disciplina geométrica del ángulo recto sólo pueden contemplar como virus mórbidos o ladrones de cuerpos. Los críticos anglosajones suelen llamar boxes and blobs (cajas y bultos) a las dos tendencias hoy dominantes entre los arquitectos más jóvenes, la minimalista y la informal; pero mientras las cajas lacónicas sólo suscitan alguna cautela ante el dogmatismo propio de los pocos años, los bultos informes provocan la inquietud alarmada y perpleja que se siente ante los fenómenos paranormales de la serie televisiva Expediente X. Esta nueva arquitectura, sin embargo, persigue más el entretenimiento que los espectros, y su complejidad laberíntica tiene más relación con las consolas de vídeojuegos que con las amenazas ominosas de lo abyecto. Optimista a su manera, individualista en su anatomía abultada y antiurbana en su rechazo de la compatibilidad que expresan los muros medianeros, burbujeante, virtual e inaprensible, la nueva arquitectura tiene algo en común con la nueva economía: generada en garajes, para muchos no es nada más que humo y espejos, pero mientras tanto su cotización en la bolsa mediática desborda cualquier previsión razonable. Quizá como en el caso de los valores tecnológicos, para la arquitectura informe e informática habría que crear un Nasdaq.


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