Opinión 

Memorias y mudanzas

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Memorias y mudanzas

Luis Fernández-Galiano 
30/04/1999


Iba a ser un año de conmemoraciones, y ha terminado siéndolo de conmociones. El huracán Mitch en Centroamérica y la catástrofe económica en Rusia dibujan el perfil dramático de un año que ha tenido su comedia de enredo en la Casa Blanca, y su sobresalto estival en el tobogán bursátil, mientras la sentencia de los lores británicos sobre Pinochet abre esperanzas para la globalización de la justicia en un mundo que ha iniciado la cauterización de las heridas abiertas en Palestina, en Irlanda o en el País Vasco. Las turbulencias meteorológicas y políticas, sin embargo, no han impedido a los arquitectos celebrar el centenario de Alvar Aalto, a los poetas el de García Lorca, a los regeneracionistas el del 98, y a los revisionistas el de Felipe II. El carrusel de festejos se inició en el Estocolmo capital cultural con el museo de Rafael Moneo; siguió por la Lisboa de la Expo con el pabellón de Álvaro Siza, ganador también del japonés Praemium Imperiale en el año del primer Nobel de la literatura portuguesa, José Saramago; tuvo su momento de fervor multicultural y mediático en el París del Mundial de Fútbol, que se escenificó en el estadio de MRZC; y culminó en un Berlín que se reinventa para albergar la capitalidad alemana y el liderazgo europeo. Si el año de la arquitectura hubiera de resumirse en un telegrama, cada estación tendría un nombre propio: el invierno correspondería a Aalto; la primavera y el verano, a los dos ganadores de los premios más codiciados, el Pritzker y el Carlsberg: Renzo Piano y Peter Zumthor; y el otoño a ese Berlín rojiverde que forcejea con el lastre de su memoria.

Un invierno nórdico

Las noches de invierno se hicieron blancas para recordar al gran arquitecto finlandés Alvar Aalto, de cuyo nacimiento se celebró en febrero el centenario, conmemorado por el Museo de Arte Moderno de Nueva York con una gran exposición; pero el invierno vio también la inauguración de dos nuevos museos de arte en capitales escandinavas: el de Arte Moderno y Arquitectura de Estocolmo, construido por el español Rafael Moneo en la isla de Skeppsholmen, cuyos lucernarios piramidales fueron el emblema de la capitalidad cultural europea; y el de Arte Contemporáneo de Helsinki, construido por el norteamericano Steven Holl junto al Finlandia Hall del maestro finlandés, y cuyas formas alabeadas suscitaron tanta admiración como polémica.

Durante el invierno, exposiciones como la del MoMA neoyorquino conmemoraron el centenario del nacimiento del maestro finlandés Alvar Aalto.

Primavera de la técnica

La concesión del premio Pritzker al genovés Renzo Piano, que se produjo en el mes de abril, supuso un reconocimiento de la imaginación tecnológica por parte de un prestigioso galardón que hasta la fecha había preferido las trayectorias más explícitamente artísticas o intelectuales. El arquitecto italiano inauguró también durante el año el último gran proyecto presidencial de Francia, el centro cultural canaco en Nueva Caledonia, mostrando la misma vitalidad que otros colegas suyos de pasión ingenieril por la gran escala: el francés Jean Nouvel, que regresó al primer plano del debate arquitectónico con su monumental palacio de congresos al borde del lago de Lucerna, el británico Norman Foster, que terminó el colosal aeropuerto de Chek-Lap-Kok en Hong Kong, y el valenciano Santiago Calatrava, que igualmente culminó la escultórica estación de Oriente en el recinto de la Expo lisboeta; dos constructores estos últimos, por cierto, que han visto cruzarse sus caminos con frecuencia, y que este año volvieron a hacerlo en la ciudad natal del segundo, donde Foster ha levantado un palacio de congresos mientras Calatrava continúa las obras de la espectacular Ciudad de las Artes y de las Ciencias.

En primavera, el premio Pritzker reconoció la imaginación técnica del genovés Renzo Piano, una muestra de cuya pasión ingenieril por la gran escala es el Centro Cultural Canaco en Nueva Caledonia.

Verano en los Alpes

El suizo Peter Zumthor recibió el premio Carlsberg a principios de septiembre, y la cuantiosa dotación económica de esta generosa distinción danesa hizo popular a un arquitecto de culto, que practica su oficio en un remoto pueblo alpino con refinamiento artesano y elegancia musical; pero el autor de las pétreas Termas de Vals y de la cristalina Kunsthaus de Bregenz es sólo el más veterano de una generación helvética que practica la religión artística de la materia, y que tiene en los arquitectos de Basilea Jacques Herzog y Pierre de Meuron sus representantes más cosmopolitas: victoriosos en el concurso de la Tate Gallery londinense, y finalistas en la ampliación del MoMA neoyorquino, la pareja ha obtenido este año sus primeros encargos españoles —la remodelación del frente marítimo de Santa Cruz de Tenerife, y el Museo Óscar Domínguez de la misma ciudad—, y ha terminado también su primera obra norteamericana, un extraordinario prisma de piedras basálticas en cestas de acero que albergan unas bodegas en el californiano Valle de Napa.

En el verano, el premio Carlsberg contribuyó a popularizar la imagen del suizo Peter Zumthor, que se había convertido ya en una figura de culto con obras como las termas de Vals, que muestran su devoción por la materia.

El otoño de Berlín

La última estación del año se inició con unas elecciones alemanas en las que, como de costumbre, se plebiscitó tanto el futuro como el pasado, dos tiempos que se superponen en el presente agitado de Berlín. Triunfó la opción socialdemócrata que, en sintonía con otras ‘terceras vías’ europeas, prefiere administrar a recordar, evitando la hipoteca de memorias ominosas que al final devienen poco más que parques temáticos del Holocausto. Y así, la capital de Alemania se sigue levantando sin pausas ni prejuicios, y la terminación de la torre cerámica de Piano o el hotel y las oficinas de Moneo en la Potsdamer Platz son anécdotas menores en un horizonte erizado de grúas que sólo alcanza dimensión simbólica en la reconstrucción del Reichstag, donde Foster ha cerrado ya la cúpula de vidrio que corona la cámara donde se reunirán los representantes recientemente elegidos.

El otoño se inició con unas elecciones alemanas donde se debatió tanto el futuro como el pasado, dos tiempos que se superponen en el proyecto de reconstrucción del Reichstag berlinés, a cargo de Norman Foster.

Mientras tanto, el interés de los arquitectos europeos sigue secuestrado por la hipermodernidad holandesa, un panorama de innovaciones fértiles que contrasta con la rutina comercial norteamericana y con el impasse asiático; aunque se trata también de un laboratorio de experimentos en el campo de la densidad y la congestión que tiene escasa pertinencia en zonas geográficas como América Latina o el mundo islámico, cuyos rasgos peculiares se expusieron este año en España a través de acontecimientos como la Bienal de Arquitectura Iberoamericana, que se celebró en Madrid, y los premios Aga Khan, que se entregaron en La Alhambra de Granada. A medio camino entre esos contrapuestos paisajes arquitectónicos, nuestro país ha seguido su rumbo con velocidad de crucero, amalgamando indiferentemente lo cosmopolita y lo castizo, en un panorama que reúne al Enric Miralles brillante vencedor en el concurso del nuevo Parlamento escocés en Edimburgo, con el Rafael Moneo que se ha impuesto en la fatigosa tercera vuelta del concurso del Museo del Prado, y que sin pestañear recibe lo mismo el proyecto futurista de un Madrid de autopistas subterráneas, que una campaña barcelonesa a favor de la beatificación de Antoni Gaudí. Habrá que encomendarse a él cuando suba a los altares.


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