España exporta; pero sobre todo, España importa. Si existiera una balanza comercial de arquitecturas, no cabe duda de que la nuestra sería deficitaria. Nos gusta pensar que los arquitectos españoles experimentan un momento dulce de reconocimiento internacional y, en efecto, el éxito de la transición democrática y el fervor de las efemérides de 1992 atrajeron la atención sobre esta península periférica, que se exhibió complacida en la pasarela de la Barcelona olímpica. Sin embargo, la popularidad ganada desde entonces —manifiesta en la presencia frecuente de españoles en los premios, revistas y exposiciones del mundo— no ha venido acompañada de una comparable proyección exterior en el terreno de los concursos, los proyectos y las obras. Tanto la debilidad de la presencia económica en el extranjero —por más que latinoamericanos o portugueses resientan agresivos asaltos empresariales—como la timidez de la difusión cultural hacen de la arquitectura española un recurso exportable apenas explotado.

En contraste, la apertura generosa de nuestras fronteras al talento exterior ha sido poco menos que completa, con efectos vivificantes sobre el debate estético y el resultado inesperado de haber convertido la península en un campo fértil para el experimento, donde muchos de los grandes arquitectos internacionales —incluyendo a estrellas como Gehry o Eisenman— han construido sus obras más importantes. Esta militancia cosmopolita a favor de la libre circulación de la excelencia no ha tenido, empero, un soporte sólido en lo que podría haber sido la competencia en un mercado de prestación de servicios, sino una fundamentación más endeble en el empleo del prestigio o la notoriedad como blindaje de operaciones urbanísticas o como refuerzo de la publicidad política, con el colofón de que algunas de esas importaciones arquitectónicas dejan tras de sí el olor sospechoso de las cortinas de humo o el perfume ajado de las fanfarrias mediáticas del espectáculo y la moda: aromas ambos de flores corrompidas.

El vigor con que la musculatura financiera y diplomática estadounidense, británica, francesa o alemana promueve su arquitectura no puede compararse con los esfuerzos espasmódicos de las empresas e instituciones españolas, que obligan a los estudios a la incierta aventura del francotirador entusiasta. La mayor parte de los arquitectos que han llegado a construir fuera de forma significativa lo han hecho después de situar su centro de gravedad profesional en el extranjero, bien localizando en el exterior sus oficinas, bien residiendo allí durante largos periodos. De hecho, parte de la arquitectura que fingimos exportar se realiza en despachos internacionales, aunque la formación o el origen de sus directores autorice cierta apropiación laciamente nacionalista de su producción. Pero la arquitectura tiene, además de su dimensión artística, un componente económico que sólo la ingenuidad del angelismo cosmopolita puede desdeñar: la defensa de ese interés excluye tanto el papanatismo aldeano como el proteccionismo pusilánime.


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