En tiempos de tribulación, la casa ofrece cobijo. Si el mundo alrededor está fuera de quicio, la tentación de enclaustrarse en la penumbra amniótica del ámbito privado es fácil de entender, porque lo doméstico nos aísla de las convulsiones del exterior. Tras la devastación causada por el terremoto de Lisboa, Voltaire escribió Candide, un cáustico relato cuyo optimismo panglossiano se ve a cada trecho desmentido por los infortunios que sufre su protagonista, hasta llegar a la conclusión melancólica de que, abandonando los grandes proyectos colectivos, «il faut cultiver notre jardin». En la crisis, el jardín de los arquitectos es a menudo el pequeño encargo residencial, un refugio profesional que permite seguir ejerciendo y explorando mientras la depresión económica continúa agostando el paisaje de la construcción, y un recinto íntimo para proteger a sus ocupantes de las desventuras que nos inflige la degradación de la esfera pública.

Resulta fatigoso subrayar una vez más que la residencia exenta no debería ser el objeto prioritario de nuestra atención. Tanto por razones ecológicas como éticas, la inteligencia compartida de los arquitectos tiene mejor uso en la vivienda colectiva que en la casa unifamiliar. En el terreno de la ecología y la energía, la ocupación limitada del territorio que favorecen los desarrollos residenciales compactos es indudablemente preferible al despilfarro de recursos que supone la urbanización dispersa; y en el campo más impreciso de la elegancia ética, siempre parecerá más deseable emplear el talento y el esfuerzo al servicio de las demandas objetivables de una población que en el empeño por dar forma construida a gustos individuales. Alejandro de la Sota pensaba que sólo era lícito proyectar casas si servían de ensayo constructivo o funcional para obras de mayor escala y más general propósito, y es probable que su rigurosa exigencia siga hoy vigente.

Por más que la sociología de la vivienda tenga preeminencia sobre la psicología de la casa, las que aquí se presentan ofrecen un retrato verosímil de la España de esta hora, porque la acumulación de sus rasgos singulares compone un paisaje pixelado en cuyo perfil reconocemos el rostro de un país en horas bajas, donde a la interminable crisis económica se suma una decepción con los espacios y las instituciones comunes que nos alejan del dominio público, empujándonos hacia el refugio tibio de lo doméstico. Estas seductoras teselas residenciales forman un mosaico amable con virtudes analgésicas, pero los males que nos afligen no se disolverán ignorándolos: antes o después deberemos abandonar el cobijo e iniciar la reconstrucción del ámbito colectivo. No hay recinto introvertido que pueda quedar intacto en las grandes catástrofes sociales, que agrietan los muros de las casas y destrozan los jardines laboriosamente cultivados.


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