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Contra el cristal: la transparencia y sus límites

Verano.La intimidad privada y la transparencia pública son difíciles de conciliar, y la explosión informativa de las redes dibuja un nuevo marco para este conflicto.

Luis Fernández-Galiano 
30/04/2014


Reclamamos transparencia mientras exigimos intimidad. Los imprecisos límites entre lo público y lo privado, sin embargo, hacen difícil atender esas demandas contrapuestas. Por un lado, la contienda política se ha extendido hasta la vida personal de los cargos electos o designados, sometidos al escrutinio minucioso o al acoso domiciliario; por otro, cada vez más personas exhiben impudorosamente su intimidad en los medios para el deleite culpable o el escándalo farisaico de audiencias masivas. Reconciliar el derecho de acceso a la información pública con la protección de datos personales es un desafío jurídico, pero sobre todo un oxímoron cultural.

Seguimos defendiendo retóricamente que el dominio público debería ser un recinto de vidrio, transparente al examen de la mirada común, y el ámbito privado una fortaleza hermética, blindada frente a la intrusión del Estado-Leviatán. En realidad, la esfera pública —de la legislación a la diplomacia— es históricamente inseparable de la opacidad o la reserva, y el dominio privado ha estado siempre sometido a una inspección que hoy ha llegado al paroxismo con la ubicuidad de las cámaras y el registro digital de las comunicaciones, los contactos o las cuentas corrientes. Quizá ha llegado el momento de reconocer que la ética de la responsabilidad autoriza la penumbra, y que la intimidad es una invención reciente que sólo podemos proteger reconociendo sus límites.

El boom informativo que llamamos Big Data ha enmadejado el globo con sus redes, y tanto la multiplicación de las cámaras como la omnipresencia digital de las ‘siete hermanas’ pone en riesgo toda intimidad. 

De hecho, ningún pacto político o social puede cristalizar con plena transparencia. Bismarck advirtió juiciosamente que es preferible no saber cómo se hacen las salchichas o las leyes, y es dudoso que las filtraciones masivas ejecutadas por Julian Assange o Edward Snowden sean beneficiosas sin paliativos, y sus autores héroes sin mácula. Por su parte, las añejas violaciones del correo postal o las intervenciones telefónicas han sido hoy reemplazadas por el procesado digital de la información contenida en las redes sociales, las bases de datos de las empresas o los archivos públicos, y la proliferación imparable de teléfonos móviles y cámaras nos ha hecho a todos —como en la serie televisiva— ‘persons of interest’.

Esta explosión informativa, descrita de habitual con el término Big Data, y caracterizada por el volumen, velocidad y variedad de los datos que deben manejarse, ha hecho protagonistas de nuestra época a las empresas que los generan y gestionan. Hace medio siglo hablábamos de las ‘siete hermanas’ para referirnos a las siete grandes compañías que dominaban la industria del petróleo, y a través de él la economía del planeta, pero hoy el petróleo que mueve el mundo es la información, y las siete hermanas contemporáneas responden a los nombres de Amazon, Apple, eBAY, Facebook, Google, Microsoft y Twitter.

Frente a ellas, pero con su ayuda, en muchas ciudades de Occidente los jóvenes se manifiestan hoy con la máscara de Guy Fawkes, un conspirador católico del siglo XVII, y esa mueca sonriente que oculta sus facciones debería producir tanta inquietud como las capuchas del Ku Klux Klan o los pasamontañas de terroristas y fuerzas especiales, porque la atmósfera festiva se compadece mal con el homenaje a quien quiso volar la Cámara de los Lores. La protesta democrática no puede hurtar la identidad privada en el ámbito público, y el anonimato en las calles o en la red es tan censurable como la negación del rostro que facilita un yelmo policial o impone un burka islámico.

La embarullada confusión entre lo íntimo y lo público es de tal naturaleza que los mismos que ejercen sus derechos políticos o la fuerza legítima ocultando su identidad están dispuestos a mostrar urbi et orbi su vida privada. Hoy no necesitamos a un Diablo Cojuelo que levante los tejados de las casas para desvelar sus secretos, porque las gentes que las habitan ya exponen su intimidad en las redes sociales o en los medios, mientras los asuntos públicos que a todos nos atañen se emboscan en el laberinto de la información irrelevante o excesiva. Seguramente tendríamos que aceptar con resignación que la reserva o el pudor del ciudadano privado pertenece al pasado, y que la técnica nos ha hecho a todos tan cristalinos y frágiles como el licenciado Vidriera; y asumir igualmente con realismo escéptico una cierta opacidad del poder, tolerable si es capaz de suministrar prosperidad y libertad de forma ecuánime.

Nuestro ideal de felicidad doméstica es el recinto introvertido, el ‘hortus conclusus’ de los clásicos, pero de hecho vivimos en la vitrina de Google, expuestos a la abrasión del tráfico de las redes y sin otra ‘habitación del pánico’ que la desconexión. De parecida forma, soñamos con Parlamentos transparentes, y cuando ha habido que albergarlos en edificios históricos —como el Reichstag berlinés— el gran debate arquitectónico ha sido el de su apertura a la mirada vigilante de los ciudadanos, pero lo cierto es que los legisladores, al igual que el gobierno o los tribunales, son tan opacos tras un vidrio como tras un muro. Mientras sigamos extraviados entre el jardín tapiado y el escaparate mediático, la reconstrucción de la responsabilidad de las élites será más importante y urgente que la regulación de la transparencia del poder.


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