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El planeta negro

El año, contaminado por la geopolítica del terror y el petróleo, se inicia en la Zona Cero y se cierra en una Europa indecisa entre ecología y espectáculo.

Luis Fernández-Galiano 
30/04/2003


El planeta azul  es negro. Aunque los astronautas describan nuestro mundo como una esfera neblinosa y azul, la delicada corteza de la civilización técnica se alimenta de la savia negra de los hidrocarburos fósiles, y son sus depósitos y flujos los que determinan las estructuras políticas, la ocupación del territorio y las formas de vida. El poder y la guerra, lo mismo que la ciudad y la casa, se edifican sobre el suministro de petróleo, y en ese aceite oscuro sobrenadan el comercio, la religión el terror, tras haber vivido el espejismo de una economía y una cultura virtuales que creyeron depender únicamente de las madejas intangibles de la información.

La financiación saudí del fundamentalismo islámico, los futuros oleoductos de Afganistán las actuales reservas petrolíferas de Irak anudan el combustible y el conflicto; pero el precio del barril regula también los movimientos migratorios y la circulación de mercancías, la suburbanización automóvil y el turismo de masas, el cambio climático y el deterioro medioambiental: de la Zona Cero neoyorquina a la marea negra de Galicia, las catástrofes del mundo se comunican a través de un mar subterráneo de petróleo.

Iniciado en un Manhattan que cauteriza sus heridas con lujo amnésico, el año amagó un propósito de enmienda con el homenaje a un australiano independiente y ecológico, dibujó la continuidad del espectáculo con un paisaje alabeado al servicio del deporte mediático y ensayó una improbable síntesis entre tradición e hipermodernidad con una catedral azarosa al borde de una autopista californiana.

Marcas del invierno

La Nueva York convaleciente del trauma del 11 de septiembre comenzó el invierno con energías renovadas: el desescombro y los proyectos de la Zona Cero, que tras el rechazo de las iniciales propuestas inmobiliarias conducirían a un polémico concurso entre seis grandes equipos internacionales; la apertura de tres importantes sedes culturales, la Neue Galerie de arte vienés finisecular, el American FolkArt Museum y el Austrian Cultural Forum, estos dos últimos en edificios de nueva planta diseñados por arquitectos de culto, Tod Williams & Billie Tsien y Raimund Abraham; y la inauguración de la tienda de Prada en el Soho, un proyecto del holandés Rem Koolhaas que funde comercio y cultura como en sentido inverso había realizado en sus dos sucursales del museo Guggenheim en un casino de LasVegas, estableciendo las bases de un estilo multinacional caracterizado por la sumisión al imperio global de las marcas y la moda.

Indecisa entre la aceptación resignada del mundo y el ímpetu reformista de su tradición reciente, la arquitectura celebró con énfasis variable las efemérides de sus héroes modernos, singularmente acumuladas en los primeros meses del año, que conmemoraron los centenarios del ruso Iván Leonidov, el danés Arne Jacobsen, el brasileño Lucio Costa, el mexicano Luis Barragán y el húngaro Marcel Breuer; pero ningún aniversario fue tan profusamente festejado como el sesquicentenario del catalán Antoni Gaudí, un genio excéntrico consagrado a la vez en los altares de la iglesia y en los de la historia, al que Barcelona dedicó catorce exposiciones simultáneas.

Nueva York comenzó el invierno dejando atrás la catástrofe con el glamour de Prada y Koolhaas (abajo izquierda, su tienda del Soho); y en la primavera Murcutt (abajo derecha, la casa Fredericks) obtuvo el Pritzker desde las antípodas del star system.

La primavera silenciosa

Si la feria madrileña ARCO estuvo dedicada a Australia, la concesión en abril del premio Pritzker al arquitecto de ese continente Glenn Murcutt sugirió un cambio de rumbo en la navegación plácida de una disciplina ensimis-mada, al galardonar a un arquitecto cuya fidelidad moderna, sensibilidad medioambiental y testaruda autonomía contrastan con el glamour mediático y estelar de los premiados en las últimas ediciones de este Nobel oficioso; ante los musculosos órdenes arquitectónicos de Miguel Ángel en el Campidoglio romano, el australiano recibió en mayo el homenaje de sus colegas, como embajador o adelantado de esa primavera silenciosa que se está gestando en los márgenes fértiles de la fama.

A pesar de la agitación europea, el verano fue japonés con la celebración de un campeonato mundial de fútbol que difundió por el globo la imagen de la terminal de cruceros de Yokohama, del español Zaera.

Pero esa estación fue también testigo de la celebración de las elecciones presidenciales en Francia, un país que marca la agenda cultural en Europa; su resultado —tras el shock efímero de ver en segunda vuelta a un Le Pen crecido por las tensiones migratorias— confirmó el mantenimiento del business as usual en un continente próspero y descreído que alivia su ennui hedonista con el entretenimiento naïf de la arquitectura mediática, cuyo más genuino representante, el francés Jean Nouvel (galardonado el año pasado con el Praemium Impe-riale y la medalla de oro del RIBA, dos altas distinciones que en la actual edición han correspondido a Norman Foster y Archigram), presentó en el museo Reina Sofía una exposición de tan clamorosa popularidad que invita a poner en cuestión la tendencia astringente que el premio americano detecta o preconiza.

Un verano agitado

El verano contempló una concentración excepcional de convocatorias en Europa, desde los pabellones lacustres de la Expo 2002 en Suiza hasta el Congreso de la Unión Internacional de Arquitectos en Berlín (que eligió al brasileño Jaime Lerner, antiguo alcalde verde de Curitiba, como nuevo presidente), y desde una convencional e informativa Bienal de Arquitectura en Venecia hasta una experimental y desconcertada Documenta en Kassel, cuya voluntad de dar una dimensión política y tercermundista a su balance quinquenal de las artes resultó tan tristemente fallida como la cumbre de Johanesburgo, que diez años después de Río constató nuestra impotencia ante la creciente degradación ambiental y sanitaria de un planeta sacudido por dramas bélicos, económicos y epidemiológicos.

La catedral de Moneo en Los Ángeles  iluminó el vía crucis de otoño de la iglesia católica en EEUU; pero la estación se tiñó de negro con los vertidos del Prestige (derecha) en las costas gallegas.

La conciencia global de la enfermedad de la tierra no fue obstáculo, sin embargo, para que el mundo celebrara con pasión su más unánime evento deportivo, un campeonato de fútbol para el que se construyeron en Japón y Corea diecisiete estadios nuevos, además de una terminal marítima enYokohama —ciudad que sería sede de la final ganada por Brasil y escenario de la tercera copa obtenida por el Real Madrid el año de su centenario— proyectada como un paisaje alabeado por un joven español residente en Londres, Alejandro Zaera, que con esta obra papirofléxica y agitada testimonia a la vez su arriesgado talento y la ecuménica popularidad de unas formas fluidas que desde sus orígenes holandeses han llegado a teñir el pragmatismo morigerado de las grandes firmas británicas del high-tech.

Otoño en la Catedral

Inaugurada en septiembre entre el fragor de una sórdida crisis de la Iglesia Católica norteamericana, la Catedral de Los Ángeles es una obra grave y luminosa de Rafael Moneo que, monumental y fracturada junto a una freeway, explora un camino intermedio entre el sometimiento dócil a la ciudad producida por el automóvil y el rechazo nostálgico de la urbanidad contemporánea; europea y americana al tiempo, sus formas fragmentadas expresan junto al Pacífico la dificultad de conciliar las demandas espirituales y simbólicas de dos continentes entre los cuales el Atlántico parece haberse ensanchado.

Las elecciones alemanas de ese mismo mes ilustraron igualmente tanto el desconcierto de Europa en su núcleo medular como la distancia que entre éste y los Estados Unidos están abriendo las prioridades militares, económicas y culturales de una hiperpotencia transformada en imperio, y decidida a perseguir unilateralmente sus intereses en los terrenos de la energía y de la seguridad: precisamente los factores que más condicionan la forma futura de la arquitectura y la ciudad. Mientras ese futuro llega, los habitantes de las regiones periféricas podemos entretener nuestro ocio todavía opulento con cosechas singulares de edificios de autor insertos en el urbanismo tematizado al uso, sea la Barcelona 2004 del Fórum de las Culturas o el Madrid 2012 de la candidatura olímpica; pero el color último del planeta se dirimirá en otros foros y en otros juegos.


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