Si antaño fue salud o limpieza, hoy el baño es placer. El historiador de la técnica Sigfried Giedion describió la evolución histórica del baño entre los dos polos del rejuvenecimiento y la higiene: bien como instrumento de rehabilitación corporal, bien como medio de limpieza personal. La inmersión en agua caliente o fría servía para regenerar los cuerpos maltratados por la enfermedad o por la edad, y también para lavar la piel o el pelo de la suciedad adherida por la vida diaria. El descubrimiento de los gérmenes reunió ambas funciones, y desde entonces la salud y la higiene son inseparables, haz y envés del baño regular. Sin embargo, hoy ponemos la salud en manos de la medicina científica, y encomendamos la higiene diaria a la somera ducha —inicialmente concebida como una mecanización del lavado desarrollada en el contexto colectivo de los cuarteles—, mientras el baño queda reservado al placer sensual del hedonismo ensimismado.

La revolución moderna de la fontanería, que transformó los muebles y recipientes del aseo en aparatos sanitarios incorporados a las fábricas de los inmuebles, hizo del baño episódico una práctica frecuente, y generalizó en el ámbito doméstico lo que hasta aquel momento tenía como marco las termas o los baños públicos, fragmentando así en recintos individuales o familiares la tradicional naturaleza social y comunitaria de los espacios del agua. Este enclaustramiento y privatización de la inmersión salutífera fue haciendo perder importancia tanto a las casas de baños urbanos como a los balnearios vinculados a manantiales termales, recintos de sociabilidad espontánea que acabaron asociados a minorías específicas o a sectores envejecidos de la población. Pero actualmente asistimos a un auge de los spas ciudadanos y de las termas en entornos naturales que se dirigen a un público nuevo, orientado al bienestar y al consumo de experiencias.

Si la contemporánea recuperación de las vetustas instalaciones termales, segregadas cada vez más de las virtudes terapéuticas de ‘tomar las aguas’, supone un bienvenido rescate del baño para el dominio colectivo, al mismo tiempo es un índice de la extensión del culto al cuerpo en nuestras sociedades opulentas. Este hedonismo saludable, que deja atrás épocas de negación y represión, es a la vez una señal de dorada decadencia, y también un signo de la prosperidad ociosa de Occidente, que contrasta con las carencias higiénicas y sanitarias de tantas zonas desvalidas de un mundo en cuyo horizonte se dibujan ya las nuevas guerras del agua. Estos conflictos, abreviados de forma paródica en nuestras tristes pugnas regionales por las cuencas hidrográficas, recuerdan la escasez y desigualdad en el acceso que indeleblemente marca la biopolítica global del agua, cuyos indudables placeres no pueden hacernos ignorar nuestro no menos evidente privilegio.


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