Opus aeternum

La cultura material del ladrillo

Elena Merino  Fernando Moral 
28/02/2017


En las terminaciones humildes de las palabras ‘ladrillo’ y ‘tégula’ reside la simplicidad, sólo aparente, de un material que ha pervivido hasta hoy con variaciones tecnológicas muy acotadas. No obstante, resulta inmediato desmentir la naturaleza modesta que apresuradamente se le suele atribuir al ladrillo cuando reparamos en detalles que revelan las vicisitudes de su elaboración, del control de su producción y de sus restricciones de empleo. Desde que a finales del IV milenio a. C. se empezaran a cocer los adobes en Mesopotamia, los ladrillos se destinaron únicamente a edificaciones áulicas y sólo en sus partes vistas, mientras que los núcleos constructivos siguieron macizándose con las piezas sin cocer. La dureza y durabilidad que la cocción confiere al ladrillo lo convierten rápidamente en un material imprescindible para consolidar todas aquellas arquitecturas que, por motivos utilitarios o simbólicos, estaban destinadas a permanecer.

Las altas temperaturas que exige la transustanciación de la arcilla en cerámica determinaban el consumo de toneladas de combustible por jornada de cochura. En ello estriban las causas del racionamiento que ha sufrido tradicionalmente el uso del ladrillo a lo largo de la historia de la construcción. Era evidente el afán economizador de la división del ladrillo cuadrado romano en piezas triangulares, para multiplicar el rendimiento de bassalis, sesquipedalis y bipedalis, sin renunciar a la apariencia exterior de piezas completas. La predominancia de tizones, que requiere un mayor consumo de unidades, corresponde a períodos históricos de bonanza, y menudean las estructuras arquitectónicas que han visto comprometida su estabilidad por escatimar el número de ladrillos empleados. La ejecución de cadenas verticales de refuerzo ahorrando piezas, o la separación excesiva de las hiladas que aseguraban los cajones murarios de argamasa, están en el origen de la patología que frecuentemente padecen fábricas medievales y renacentistas. «Mejor es gastar algo más comprando ladrillo cocido, que por el ahorro estar en continuo peligro», aconsejaba Vitruvio. Por su parte, Palladio, recomendando el empleo adecuado del material, proponía no distanciar menos de dos pies las verdugadas de ladrillo que rigidizaban las fábricas.

Las cualidades ornamentales del material alcanzan el núcleo de Europa en la época altomedieval procedentes de Oriente Próximo, con una doble vertiente: la derivada de las posibilidades de vitrificación de las pastas arcillosas, y la propiciada por la versatilidad del ladrillo en cuanto a las opciones de aparejo en infinidad de patrones de variada inspiración. La adición de los valores decorativos a la sólida tradición funcional del ladrillo auguraba una consolidación del material como producto ubicuo e indispensable en toda la arquitectura futura. Sin embargo, la irrupción en los albores del siglo XX del hormigón armado y el acero a modo de esqueleto estructural parecía anunciar la relegación permanente del ladrillo a mero producto de plementería. Corrientes como el Backsteinexpressionismus (o expresionismo del klinker), que explota las posibilidades ornamentales del ladrillo, o algunos ejemplos de la Neues Bauen con el simbólico exponente de la Fábrica Fagus, desarman la augurada pérdida de protagonismo para el material. También personajes como Alvar Aalto trabajan dentro de esa longeva y resistente perspectiva: su proyecto para el Kultuuritalo de Helsinki se construye desde una manipulación morfológica del ladrillo.

Artesanía e industria

Actualmente el ladrillo conserva su función como cerramiento epitelial frente a otros valores tan determinantes como su capacidad estructural o puramente constructiva. Las líneas de trabajo que desarrolla la industria, en todas sus vertientes, buscan apuntalar y potenciar esta lectura del material por encima de cualquier O´Donell + Toumey, Centro de estudiantes otra, con el objetivo de reintegrarlo en las arquitecturas representativas. La edificación convencional y de pequeña o mediana escala trabaja el ladrillo en todas sus facetas, pero su escaso empleo en obras de importancia pública tiende a reducirlo a la albañilería tosca.

Sin embargo, hoy en día el trabajo de grandes arquitectos conocedores de la historia y posibilidades del material, como Rafael Moneo, está revigorizando su uso. En 2005, el arquitecto navarro, junto con la industria Malpesa, diseñó un ladrillo específico para la construcción de la ampliación del Museo del Prado. Las dimensiones del mismo no estaban definidas en las líneas de producción y se creó ad hoc una pieza de 12 x 18 centímetros con arcilla prensada y aplantillada para permitir unas mejores condiciones de anclaje y de ejecución en fachadas ventiladas, todo ello en aras de una consonancia histórica y conceptual con la fábrica de ladrillo ejecutada en el Edificio Villanueva del mismo museo. El sistema constructivo implica un trabajo directo sobre la ‘unidad ladrillo’ que, por un lado, permite variaciones a la hora de construir la envolvente y, por el otro, se complementa con un sistema más complejo de capas cuando se enfrenta a la construcción de los muros.

El ladrillo construye una envolvente singular pero derivada de las necesidades profundas de cada proyecto. Su adaptabilidad y sus múltiples acabados que dan respuesta a exigencias extremadamente concretas hacen del ladrillo una opción ventajosa frente a otros materiales. La cuestión aquí es hasta qué punto los aparejos pueden resolver todas las variables de una fábrica cerámica, habida cuenta de que en ellos el protagonismo suele cederse a la ornamentación, de acuerdo a una larga y sabia tradición constructiva que ha ido generando patrones e invariantes reconocibles por todos. La enorme complejidad de muchos de estos trabajos viene de este modo dictada por la percepción externa de la obra pero, ¿cómo puede trasladarse su impronta al interior de la edificación de una manera sólida?

Oportunidades plásticas

La pregunta anterior encuentra una respuesta pertinente en las celosías, donde el ladrillo ‘crea’ el espacio de una manera determinante y refinada. No parte de una idea exclusiva de embellecimiento, sino de la protección y el control de la luz. Las enormes oportunidades plásticas que ofrecen las celosías se deben a sus dimensiones mínimas y a sus muchas posibilidades de combinación, posibilidades que, más allá de cuestiones estrictamente presupuestarias, están determinadas por el ‘oficio’ del alarife, de cuya pericia depende el resultado final.

Ejemplos notables de celosías son el acceso al casco histórico de Gironella —recogida en este mismo dossier—, que resulta tan sencilla como contundente cuando aprovecha la tabla de los ladrillos que la arman; el también contundente Museo Kolumba de Colonia de Peter Zumthor (véase Arquitectura Viva 116), donde el aparejo aleatorio confecciona un fino y luminoso emblema para el conjunto del edificio y para sus espacios históricos principales, al mismo tiempo que cose un importante número de restos y nuevos materiales; o un edificio también presentado en estas páginas, el Terra Cotta Studio en Vietnam, en el que se da una unión definitiva entre la construcción de una envolvente de control solar y el ennoblecimiento decoroso del edificio: en sus muros, los aparejos varían de manera pautada creando un lugar extraordinario tanto por su función como secadero y taller como por su carácter de icono que aúna la contemporaneidad con la tradición de un mundo rural donde lo superfluo no tiene cabida.

La evolución del ladrillo no sólo se produce en aparejos ornamentales y celosías, sino que también resulta evidente en contextos menos previsibles, como los edificios destinados a las masas, en los que este material recupera su papel de hacedor de los lugares más representativos de nuestras sociedades. Prueba de ello son los planos y volúmenes del rudo origami del Concertgebouw Brugge, de Robbrecht & Daem, aunque quizás sean dos proyectos de Jacques Herzog y Pierre de Meuron los que dan al ladrillo una posición dominante frente a otros materiales de producción más sofisticada pero de aplicación más limitada.

La Switch House de la ampliación de la Tate Modern en Londres (véase Arquitectura Viva 186) se alza como un zigurat frente al Támesis. El hormigón estructural que construye la geometría de esta atalaya se reviste por una compleja fábrica de ladrillo de dobles piezas que actúa como cerramiento, celosía y memoria decorada. Por su parte, el nuevo Estadio de Stamford Bridge, también en Londres, sugiere la cerámica desde sus primeros esbozos. Las restricciones normativas del distrito donde se implanta la obra se traducen en una solución sofisticada en la que los enormes pórticos de ladrillo y hormigón estructural demuestran la potencia que sigue teniendo el material a la hora de definir el carácter del cerramiento y procurar cualidades contextuales. La escala propia de un estadio de fútbol se altera por la relación que se establece con las viviendas circundantes a través del perfil quebrado de la fábrica de ladrillo en todo el perímetro, creando la ilusión de un poderoso anfiteatro residencial. Las multitudes, así, volverán a cobijarse dentro del ladrillo y refrendarán una nueva etapa de esplendor en su utilización. El ladrillo sigue siendo un material cargado de futuro.


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