La materia es hoy lo más espiritual. En un mundo saturado de imágenes digitales, el retorno a la humildad física y táctil de los materiales primeros tiene el carácter de un peregrinaje a las fuentes esenciales de la construcción, un camino de conocimiento que purga lo superfluo y nos eleva descendiendo. Paradójicamente, el materialismo economicista de nuestra época se afirma a través de un hipertrofiado dominio inmaterial de pantallas parpadeantes que ofrece objetos deseables y deletéreos; por su parte, la redención emotiva e intelectual exige el rechazo de esa algarabía de imágenes y la búsqueda franciscana de la sencillez material, una senda de despojamiento que halla en lo primordial su manantial de sabiduría arquitectónica.

Simétricamente, lo local es también lo más universal. Como ya advirtió hace un siglo el escritor y filósofo Miguel de Unamuno, sólo puede alcanzarse una dimensión universal ahondando en las raíces de lo propio, y encontramos más pertinencia y verdad en la intrahistoria de las gentes anónimas que en los grandes sucesos: hay más emoción compartida y autenticidad en el empleo renovado de los materiales tradicionales que en la fabricación espectacular de iconos construidos para audiencias globales. Frente a la cacofonía visual de la acumulación de formas emblemáticas, la intimidad física de lo próximo trasciende su condición aldeana para devenir cosmopolita, en otro oxímoron arquitectónico que reconcilia la piel y la pupila.

Si lo material es local, su verosimilitud cultural se conjuga con su sintonía paisajística para rescatar a los más exclusivos de su aura de privilegio, extrayéndolos del lazareto solemne de la pompa o el lujo. Alejandro de la Sota, que por devoción moderna rehuía el empleo de los materiales ‘nobles’, tuvo que usar el mármol en el Gobierno Civil de Tarragona porque así lo exigían las bases del concurso, al tratarse de un edificio representativo, y sólo tranquilizó su conciencia tras consultarlo con José Luis Sert, que disolvió sus escrúpulos asegurando que cualquier material sacado de la tierra y colocado sobre ella habría de estar bien puesto, una condición que cumplía su mármol de Borriol, procedente de una cantera de la zona.

La espiritualidad de la materia elemental y la universalidad del material vernáculo, que puede redimir la ostentación de lo singular con el laconismo del lenguaje, se expresa de habitual a través del silencio de las formas. De nuevo en contraste con los gritos mediáticos que ocupan todo el espectro de la atención, esta arquitectura emite más bien susurros, que no por casi inaudibles resuenan menos en la emoción y en la memoria. Refiriéndose a otro escenario histórico, decía la filósofa Simone Weil que, como sucede en las piscinas, la algarabía proviene siempre de la zona menos profunda. Y este es el caso también de la arquitectura contemporánea, donde las obras menos superficiales son a menudo las más silenciosas.

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