Arte y cultura 

Doble teatro del mundo

La nueva residencia del príncipe Felipe y la última instalación de Juan Muñoz en la Tate representan los extremos escenográficos de una España escindida.

Arte y cultura 

Doble teatro del mundo

La nueva residencia del príncipe Felipe y la última instalación de Juan Muñoz en la Tate representan los extremos escenográficos de una España escindida.

Luis Fernández-Galiano 
15/09/2001


El País comienza el curso con Eva Sannum y sin Juan Muñoz. La presentación de la modelo noruega en la boda de Oslo y el fallecimiento súbito del artista madrileño en Ibiza cerraron un agosto ensombrecido por las trágicas mareas de la emigración africana y las esperpénticas revelaciones de la corrupción celtibérica, con la dosis ya habitual de barbarie terrorista y el colofón literario de la muerte goyesca de Francisco Rabal en Burdeos. En mayo, la modelo visitó con el príncipe Felipe las obras de su nueva casa en la Zarzuela, y el debate constitucional suscitado por el posible matrimonio de ambos ha hecho aflorar ahora las primeras imágenes de la que será en el futuro residencia del jefe del Estado, en lugar del modesto palacete que actualmente ocupan los Reyes.Y en junio, el escultor inauguró en la sala de turbinas de la Tate Modern de Londres una monumental instalación con figu-ras y espacios arquitectónicos, su proyecto más ambicioso y, tras su prematura desaparición, también el testamento intelectual del artista español más importante de su generación. La casa del Príncipe, que se terminará en los primeros meses de 2002, y la instalación de Muñoz, que se desmontará por las mismas fechas, suministran dos iconos enfrentados de la España contemporánea: la representación tes-tarudamente simétrica y costumbrista del poder en su versión doméstica, y la escenografía equívoca de la soledad, el ensimismamiento y la distancia en una sociedad fragmentada.

La anomia contemporánea tiene una imagen fiel en el laberinto poblado de figuras enigmáticas de Juan Muñoz en la Tate Modern, pero el rancio tradicionalismo de la casa del príncipe Felipe no concuerda con el talante de la monarquía española.

La residencia de la Zarzuela, en contraste paradójico con la modernización monárquica que parece sugerir la desenfadada actitud matrimonial de Príncipe e infantas, refleja el más rancio y formal tradicionalismo, ocultando la sensualidad higiénica y deportiva de gimnasio o jacuzzi tras un ropaje envarado, desde luego más próximo al uniforme de capitán de corbeta del Príncipe que al modelo exhibido por Eva Sannum en la boda real noruega. Disponiendo sus volúmenes con una inocente si-metría, más dieciochesca que beauxartiana, a la que se subordinan la pendiente cerámica de las cubiertas vernáculas, los huecos palaciegos recercados en piedra, las ventanas mesocráticas de los faldones y una pléyade roma de chimeneas aprendices, la mansión del príncipe Felipe procura reconciliar su función residencial con la representativa a través de un clasicismo ajado que inevitablemente remite a los gustos historicistas de su pariente Carlos de Inglaterra: otro príncipe heredero que ha decidido atender a las razones de su corazón mientras ocupa la interminable espera de la corona con las pequeñas satisfacciones que otorga la manie de bâtir.

Sin embargo, y a diferencia del Príncipe de Gales, el de Asturias levanta su casa con fondos públicos y en terrenos del Patrimonio Nacional, por lo que resulta censurable la ausencia de debate ciudadano sobre el proyecto. Al de Windsor —objeto reciente de polémica por haber aceptado de la empresa española Porcelanosa el regalo de una fuente para el jardín islámico de su residencia campestre de Highgrove— se le ha reprochado con frecuencia el intentar imponer a la sociedad británica sus preferencias estéticas conservadoras. En nuestro caso,la construcción de la futura residencia del jefe del Estado español ha sido una ocasión perdida para discutir con qué género de lenguaje arquitectónico desean presentarse al mundo tanto una joven democracia como una vieja monarquía en trance de aggiornamento. Un edificio de esta naturaleza es el escenario y telón de fondo inevitable del protocolo político y de las visitas de estado, y no cabe sino lamentar que esta representación de España se haya hurtado al debate de los españoles.

La prematura muerte del artista español convirtió la instalación Double bind en su testamento intelectual y artístico, a través del cual se vincula la tradición barroca de las escenografías ilusionistas con las incertidumbres del presente.

En el polo opuesto artístico y simbólico se encuentra la instalación de Juan Muñoz en la Tate, una colosal obra maestra de un autor más celebrado en la arena internacional que en la escena española, y que pese a ello representa la vitalidad impaciente del país mejor que el acartonamiento adocenado de la residencia de Felipe de Borbón o la cursilería arcaizante de la Porcelanosa Connection. La escenografía barroca de Double bind (Doble atadura), con las arquitecturas ilusionistas y las figuras enigmáticas a través de las cuales Muñoz suministra una metáfora plástica de la esquizofrenia y una imagen espacial de nuestras sociedades dislocadas, es un resumen exacto de una trayectoria artística hoy tristemente interrumpida, una reflexión estratificada y silenciosamente especular sobre la anomia contemporánea, y un enfrentamiento lúcido con el desafío dimensional y multitudinario de los actuales museos espectáculo. Con sus montacargas vacíos en movimiento permanente, trampantojos geométricos, habitaciones desoladas y personajes indiferentes, la obra de Muñoz golpea la inteligencia y secuestra la emoción con mayor eficacia aún que su Plaza de 1996 (la famosa «instalación de los chinos» en el Palacio de Velázquez madrileño) y con mejor entendimiento del gigantesco vestíbulo de la Tate que su antecesora en The Unilever Series,la escultora Louise Bourgeois.

Admirablemente dialogante con el edificio de los suizos Herzog y de Meuron, la instalación de Juan Muñoz remite igualmente a las exploraciones arquitectónicas de otro cosmopolita hiperactivo, el holandés Rem Koolhaas, con el que compartía la ambición juguetona de la gran escala, la manipulación teatral de la sección y la ambigüedad del trabajo en las grietas críticas del arte y del comercio. Sean los suelos translúcidos de la Kunsthal de Rotterdam, la plataforma móvil de la casa de Burdeos, el foso practicable del Guggenheim de Las Vegas o los laberintos inmóviles de los proyectos para la firma de moda Prada, en los espacios del holandés habita una multitud de personajes en escorzo que no cuesta relacionar con las figuras ensimismadas de Muñoz, más próximas al anonimato anodino de las cajas de figuritas a escala empleadas por el arquitecto en sus maquetas que de la severidad social-realista de George Segal, el lirismo minucioso de los Lópeces madrileños o la provocación sensacionalista de los hermanos Chapman.

Instalada en el edificio remodelado para la Tate por Herzog y de Meuron, la obra de Muñoz evoca las búsquedas espaciales de arquitectos como Rem Koolhaas en sus proyectos para Prada (arriba) o la casa de Burdeos (abajo).

Los espacios esquizoides de Muñoz o Koolhaas retratan una sociedad dislocada, pero son al mismo tiempo escenarios de una alucinación colectiva que resulta difícil mirar de frente. A fin de cuentas, es fácil escribir que con la muerte del escultor el arte de nuestro tiempo ha perdido un protagonista singular, y la arquitectura un interlocutor privilegiado. Pero ocho días antes que Muñoz desaparecía el astrofísico británico Fred Hoyle, al que debemos el conocimiento cabal de estar formados por el polvo de estrellas muertas, y esa certidumbre científica resuena con las cuatro fotografías en las que el artista español escenificó su desaparición en 1995 para fabricar una metáfora consoladora. Escindido entre la metafísica y el espectáculo, el mismo país que comienza el curso reanuda la liga. El futbolista francés Zidane ha declarado que le cuesta llegar a su nivel, y hemos repentinamente comprendido que es exactamente eso lo que nos pasa. Nos cuesta llegar a nuestro nivel. También a los arquitectos de los príncipes les cuesta llegar a su nivel. Sólo Juan Muñoz, disuelto en polvo de estrellas, ha llegado por fin a su nivel, ausente y exacto en las figuras inmóviles de su arquitectura azogada e ilusoria.


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