Opinión  Sostenibilidad 

Claves de la certificación ambiental

Pesar, contar, medir

Eduardo Prieto 
28/02/2010


¿Es posible medir la cantidad de ‘sostenibilidad’ de un edificio? ¿Cómo se puede traducir la responsabilidad medioambiental en términos numéricos? ¿Qué impactos son los más relevantes en dicha cuantificación y con qué unidades se pueden valorar? Estas son las preguntas que los sistemas voluntarios de certificación medioambiental, hace poco, prácticamente desconocidos y hoy cada vez más demandados, pretenden responder.

En los últimos veinte años, el número de herramientas para la evaluación sostenible de la arquitectura ha aumentado considerablemente, cubriendo el vacío dejado por las normativas convencionales en relación al impacto de la edificación sobre el medio ambiente. A la certificación británica BREEAM (Environmental Assesement Method del Building Research Establishment), aparecida en 1991 y pionera en el etiquetado verde de la arquitectura, le ha seguido la norteamericana LEED (Leadership in Energy and Environmental Design), cuya implantación es, a día de hoy, la mayor en el mercado de las grandes marcas y edificios institucionales.

Traducir en términos numéricos el impacto ambiental de un edificio es la piedra de toque de los sistemas de certificación. En cuanto a su metodología, tanto LEED como BREEAM, así como sus respectivas sucursales nacionales, son afines. El procedimiento es claro. Durante una primera fase (proyecto), tras una serie de reuniones de coordinación con los asesores homologados, se evalúa el cumplimiento de cada uno de los de los requisitos medioambientales, asignándoles una puntuación o un porcentaje de créditos del total disponible, que incluye también posibles ‘bonificaciones’ si se realizan mejoras relevantes (como aportar datos certificados del consumo real de agua del edificio) o propuestas innovadoras. Se genera así una escala de clasificación que va de la puntuación máxima (‘platino’, por ejemplo, en LEED) y la mínima exigible por los estándares de certificación. A este periodo de asesoramiento y análisis sigue una segunda fase (ejecución y puesta en marcha del edificio) consistente en validar o, de un modo casi notarial, dar fe de que la realidad construida coincide con la proyectada.

Bajo esta aparente sencillez se oculta el problema de determinar qué impactos medioambientales son los más relevantes y qué peso se le asigna a cada criterio en el conjunto. La solución que comparten, en general, los sistemas de certificación consisten en reducir el problema a la relación casuística entre dos variables: por un lado, una serie de ‘actuaciones’ clasificadas por criterios de evaluación repartidos temáticamente, y, por el otro, un conjunto de ‘impactos’, resultado de dichas actuaciones, cuya importancia define la puntuación y su ponderación final en cada área temática.

Los criterios de evaluación de dichas actuaciones, aunque reflejan los matices de la peculiar concepción de la ‘sostenibilidad’ de cada sistema, son muy semejantes: planificación sostenible, eficiencia energética, conservación de materiales y recursos, calidad medioambiental interior, protección del agua, en el caso de LEED; y gestión, salud, energía, transporte, agua, residuos, uso ecológico del suelo, contaminación e innovación para BRE­EAM. Por su parte, los impactos que deben pesarse en cada apartado corresponden al resultado previsible de la actuaciones contempladas en cada área temática:influencia en el cambio climático, aumento de las radiaciones uv, agotamiento de las fuentes de energía primarias o del propio suelo, o grado de bienestar para los usuarios.

Visto esto, si comparamos críticamente los sistemas de certificación medioambiental entre sí, constataremos que las diferencias entre LEED y BREEAM son más de índole práctica o mercantil que propiamente metodológica. Los aspectos más competitivos del LEED (extensión y madurez del sistema; prestigio de la ‘marca’; respuesta clara a toda la casuística tipológica —desde oficinas a edificios de viviendas—; carácter intuitivo de sus etiquetas; criterios universales de puntuación, independientes de las normativas nacionales) justifican su mayor implantación pero ponen al descubierto también sus defectos: las dificultades, por ejemplo, para introducir ajustes que den cuenta de los climas o tradiciones constructivas locales o su implícito carácter redundante, al solaparse las exigencias propias del sistema con las normativas nacionales análogas, lo que provoca que deban generarse planes específicos acordes con la normativa estadounidense (ASHRAE, ANSI). Con respecto a estas dificultades, la certificación BRE­EAM—actualmente en fase de adaptación al caso español— tiene la ventaja de su mayor flexibilidad, dado que gestiona el proyecto a partir de las normativas nacionales obligatorias, complementándolas con las exigencias genuinas del sistema de evaluación.

Recientemente, algunas organizaciones han propuesto alternativas a la unanimidad metodológica de los dos sistemas hegemónicos. Mención aparte merece el trabajo del GBC España en su intento de construir la certificación nacional VERDE. Su principal novedad es el carácter prestacional de su método, similar al de evaluación energética de los edificios contenida en el CTE. Frente a los modos de ponderación mediante créditos, que dependen de la definición por parte de los expertos de una serie de ‘categorías de sostenibilidad’ con una innegable componente subjetiva, la herramienta VERDE propone un sistema que permite trabajar con cantidades absolutas a partir de unos ‘indicadores’, definidos como variables que han sido socialmente dotadas de un significado científico. Las potenciales ventajas de este cambio de método son obvias pues permiten cuantificar de una manera más objetiva las actuaciones medioambientales previstas en el proyecto y relacionarlas con su contexto climático y social inmediato. Las desventajas, sin embargo, son las propias de una herramienta que, a día de hoy, carece de recorrido práctico.

A las interrogantes que plantean aún estos sistemas de evaluación —por ejemplo, cómo discriminar, en el modelo de análisis, los tipos edificatorios más eficaces o ampliar el método hasta las redes urbanas— se unen las predicciones sobre sus efectos en la propia arquitectura. En primer lugar, sobre su organización. Dado el seguimiento continuo que estos sistemas implican, el tradicional modo de relevos que desde los arquitectos llegaba hasta el usuario a través del constructor y el promotor, será sustituido por un consenso diacrónico, una especie de dirección colegiada a lo largo de todas las etapas que ocasionará, previsiblemente, una merma o, al menos, un cambio de sentido en el papel, hasta ahora rector, del arquitecto.

En segundo lugar, sobre su propia condición: ¿hasta qué punto, como ha ocurrido en otras ocasiones, este afán normalizador de los certificados, las cuentas, los pesos y las medidas, podrá servir como una coartada, en este caso ‘verde’, a los edificios banales aunque técnicamente solventes? ¿Cómo medir, en definitiva, aquello que, en la arquitectura, de ningún modo puede ser ni pesado ni medido ni contado?


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